domingo, 26 de febrero de 2017

Veo, veo

    Escribo estas líneas a bordo de un avión de Iberia, con las rodillas en la boca y la mesita plegable clavada en mi estómago, porque Iberia practica precios de compañía de altos vuelos y te vende asientos de Ryanair, qué le vamos a hacer. Vuelvo a mi primera casa después de haber pasado una semana en la segunda, que antes era la primera; con toda la pereza del mundo porque en la primera descanso, desayuno churros y tomo cañas miles con mis amigos y en la primera, aunque también me paso mis buenos ratos y tengo amigos entrañables, es donde me toca ganarme el pan y madrugar salvajemente, que es menos divertido. 

    Soy una expatriada (prohibido decir emigrante por respeto a los que lo son de verdad) para bien o para mal. En mi primera casa, vivo rodeada de expatriados con sentimientos dispares hacia eso que confusamente llamamos patria (que es una palabra visceral y poco recomendable) y que yo prefiero llamar país, o simplemente casa. Algunos de ellos son expatriados de libro, de aquellos que cantan "suspiros de España" desde que se levantan y que cenan cada noche tortilla de patata; otros son auténticos enajenados de sus orígenes, con una idea cutre y folclórica del país que abandonaron que tampoco se corresponde con la realidad. A mí me gusta pensar que estoy a medio camino entre unos y otros, aunque les aseguro que guardar el equilibrio, ser autocrítico y a la vez sentimentalmente español es un ejercicio agotador que ya llevo 27 años practicando. Por eso, cada vez que vuelvo de pasar unos días en España, intento poner orden en la tormenta emocional que atravieso, y poniendo orden por escrito, de paso contesto a los  muchos que me preguntan qué es lo que veo en España cuando la visito una y otra vez y gasto en ella mis pobres caudales.

    Veo gente que soporta estoicamente una clase política que no se merece y una corrupción que se ha vuelto tan endémica como el Porompompero en las verbenas de pueblo. Como esa gente pasa muchas horas en unos bares donde a todas horas un televisor esquinero les va contando las maldades de esta gente, se desahogan con sus semejantes mientras comparten café, churros, tintos, patatas bravas, cañas  y bocadillos de  calamares, y eso es lo que evita un motín popular que no me explico como aun no se ha producido. He pasado en los bares españoles la semana de la sentencia de Urdangarín y les aseguro que es en los bares donde habitan los indignados, aunque los de Podemos pretendan apuntarse el tanto. 

    Veo las puertas de los colegios a las dos de la tarde, cuajadas de abuelos que esperan a sus nietos, lo que confirma mi idea de que este país al que critican por envejecido, es socialmente viable gracias a la labor callada y constante de los abuelos. Pero también he visto muchos hombres que recogen a su prole y corren apresurados a sus casas a calentar las lentejas, que comerán con la misma prisa para salir escopetados a trabajar hasta Dios sabe qué horas intempestivas. En una semana en la que cuatro mujeres han sido víctimas mortales de sus parejas y ex-parejas, me digo que, a pesar de la fama que están criando, en España tambén hay muchos hombres buenos. 

    Veo rebajas que se prolongan semanas a cambio de sueldos miserables; niños que inundan los parques a pesar de la natalidad en números rojos; jóvenes que se emborrachan con porquerías de colores mezcladas con garrafón de multinacional en una tierra en la que hacemos maravillas con el vino y vendemos la caña a un euro cincuenta. Veo un cielo azul donde normalmente veo nubes de todos los tonos de gris y gente que se da palmaditas en la espalda y come pipas en los bancos de las plazuelas para evitar tener que cenar huevos revueltos con Prozac. Veo corrillos de señoras mayores que van al cine, toman café y aperitivos a todas horas, hacen Pilates y se apuntan a un bombardeo...Y espero secretamente ser yo una de ellas de aquí a unos años. Todavía veo poca gente de piel oscura y cabeza tapada, a pesar de que algún idiota se empeña en decir que han venido para aprovecharse de nuestros médicos y quedarse con nuestros trabajos, y afortunadamente, veo que a esos iluminados les hacen poco caso. 

    Y veo, y sobre todo oigo, mucha palabra malsonante, mucho comentario a viva voz, mucho ruido callejero; mucha blasfemia y chascarrillo, mucho chiste malo (y alguno bueno también), mucha chirigota y muchos voluntarios a reconstruir el mundo en dos días. Habrá a quien este mar de fondo le canse en sobremanera,   pero yo crecí en medio de ese torbellino de ruido y palabrería y sí, muchas veces lo echo de menos.

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