viernes, 21 de febrero de 2014

Ava y el avestruz.

    Una vez sobrepasado el ecuador de mi vida, si hay algo que echo de menos de mi infancia, e incluso de esa adolescencia que recuerdo vagamente  es la posibilidad de hacer el avestruz cuando vienen mal dadas. Considero muy útil la estrategia del avestruz, a la cual, si somos  adultos hechos y derechos ya no tenemos derecho a recurrir. No me digan que no es un placer cuando las circunstancias vitales se ponen feas, o en determinados momentos, cuando todo el mundo nos pide cosas y atenciones varias, cuando nos damos cuenta que tenemos esa edad-empanada en la que cuidamos de nuestros hijos y a la vez de nuestros padres (y si me apuran de vez en cuando hasta de algún hermano) no me digan que no sería maravilloso poder meter la cabeza bajo tierra y decir simplemente "no estoy". Pues si no se han parado ustedes a pensar en ello ya se lo digo yo: sería tan maravilloso como imposible que se produzca!

    Yo, que ya me he hartado en estas líneas de pregonar a los cuatro vientos que no soy una persona Zen y que no conseguiré nunca serlo, quisiera ser algo más que Zen. Quisiera ser una de esas personas-impermeable, que caminan por la vida sin amigos ni parientes de los que preocuparse, sin que les afecten ni los monzones asiáticos ni las plagas de langosta, o que les afecten tanto o tanto menos como los dolores de cabeza de la vecina de arriba. Una vez conocí a un tipo así, que se pasaba la vida en su sofá leyendo novelas de Dostoievsky y de Maupassant, después de haber renegado de familia y conocidos, y encontrado un trabajo que le permitiera ganar el dinero justo para no tener que salir mucho de casa; que vivía sin teléfono móvil y usaba el correo electrónico sólo por razones profesionales y que probablemente no tenía miedo a morir solo. Un raro, me dirán ustedes; quizás sí, pero miren por donde era una persona afable, aparentemente serena y de aspecto bastante normal. Cabe pensar que quizás el equilibrado fuera él y los desenfrenados nosotros.

    Y con esto llego a donde quería llegar:  me estoy acabando una biografía fantástica de Ava Gardner, escrita por un periodista cinematográfico llamado Lee Server, bastante buen conocedor de los entresijos de la industria de Hollywood. El personaje ya es de por sí fascinante, y su vida ni les cuento;  y me ha dejado de piedra el final, donde una Ava vieja pero no marchita, a pesar de todo el whisky que había bebido, de lo que había fumado  y a pesar de todos los hombres que se había trajinado, decide que ya está bien de darle gusto a todo el mundo (incluidos los espectadores de sus películas) y se encierra en un apartamento de Londres rodeada de perros y al cuidado de una vieja ama de llaves. Palabras textuales suyas, en una de las pocas entrevistas que concedió en los años de encierro (desde 1970 hasta 1990): "por fin puedo darme el gusto de hacer el avestruz".  Dicho por alguien que tuvo a sus pies a Frank Sinatra, Howard Hughes, Robert Mitchum y Luis Miguel Dominguín ("de qué sirve acostarse con Ava Gardner si después no puedes contarlo") es bastante más llamativo que dicho por una servidora.

    El libro: "Ava Gardner. Love is nothing" de Lee Server. Las películas: maravillosas todas, pero me quedo con "Mogambo" y "La condesa descalza". El avestruz: un bicho repugnante de plumas y dos metros de altura... pero qué suerte la suya poder meter la cabeza bajo tierra de vez en cuando!  Los que no somos Ava Gardner no podemos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario