sábado, 1 de febrero de 2014

Una noche de invierno

    Hace unos días, caminaba por mi barrio en compañía de una buena amiga. Les pongo en situación: un día de diario en una ciudad del norte de Europa. Son las nueve de la noche y en la zona residencial donde vivimos no hay màs paseantes que nosotras y aquellos a los que no les queda más remedio que sacar al perro a que haga sus necesidades. Hace frío, tres o cuatro grados apenas y comienza a caer esa neblina nocturna que te empaña las gafas, te carda el pelo y poco a poco vas sintiendo que te va calando los huesos, y si me apuras, el alma. 

    Mi amiga y yo hemos cenado ya, cada una con los nuestros, gracias a que en estos países los horarios laborales son razonables y permiten a las familias juntarse para cenar y todavía tener tiempo para otros menesteres antes de dormir. Hemos quedado a las ocho y media ya cenadas, porque aunque vivimos a trescientos metros la una de la otra, pasan las semanas sin encontrarnos y tenemos que echar mano de estos encuentros en la tercera fase para poder vernos las caras, porque para las de nuestra generación, ver y tocar aún importa, y no nos podemos resignar a hablarnos por Skype. 

    Esta amiga que esa noche camina junto a mí, ha sido una compañía de largo recorrrido en mi vida. Nos conocemos desde hace más de veinte ańos y aunque las dos tenemos muchas vueltas en el cuentakilómetros (y ella, además, unas cuantas vueltas más al globo terráqueo) esa vida de las que las dos intentamos disfrutar todo lo que podemos, nos empuja a encontrarnos una y otra vez; siempre con el mismo cariño, siempre con la sensación de que el tiempo no pasa por nosotras, a pesar de que hemos llegado a estar hasta seis años sin vernos. 

    Caminamos sin prisa y sin rumbo por las calles desiertas de nuestro barrio y apenas son las nueve y media cuando ya tenemos la lengua estropajosa de tanto hablar. Nos ponemos al día de nuestras cuitas, cada una con nuestra visión particular de las cosas, que no puede ser más dispar, porque ella hace muchos años emprendió el camino del yoga y la meditación (creo yo que con éxito) y yo moriré encanecida y con una úlcera que yo misma me provocaré  por ser un espíritu revuelto. Entre las dos hemos juntado en estos años dos maridos, cinco niños, cuatro casas y varios cambios de residencia y de país, varios títulos académicos, dos oposiciones ganadas a pulso y seis lenguas habladas en nuestros hogares. Y lo más importante: hemos acumulado surcos de sabiduría, que es la manera más poetica que conozco de nombrar a las arrugas. Con tal bagaje, no hay que ponerle guion a nuestras conversaciones, que saltan de cómo asar los pimientos a los impuestos que se pagan por las herencias, pasando por los trastornos menopáusicos, el horror del tráfico y la guerra de Siria.

   Seguimos caminando y hablando hasta que el cuerpo nos pide un brebaje caliente que nos tomamos en el único bar abierto que hemos encontrado; tila y manzanilla para las señoras, aunque yo me quedo con las ganas del gin-tonic que en circunstancias parecidas me hubiera tomado hace  años, y que aquí  me ahorro porque hace frío y porque en estas latitudes no lo saben preparar y te clavan un dineral por una pócima infame servida en un vaso de cerveza. Cuando llega la hora de pagar y recogernos a nuestros aposentos, mi amiga dice "es una maravilla poder envejecer a la vez que tus amigos", y ahí se nota que es una persona Zen, porque yo cuando hablo de envejecer sólo se me ocurre que es (con todas mis disculpas por la palabra soez) una mierda. Ahora bien, doy gracias a quien corresponda por envejecer acompañada y no sola. 

    Vuelvo a mi casa antes de las once, como una niña buena. Los pequeños duermen y los grandes no tardarán mucho. Ustedes se diran que a quién se le ocurre salir a pasear de esa manera en una noche de enero...pueden ustedes llamarlo paseo, yo lo llamo Realismo Mágico, y si tuviera talento literario en vez de escribirlo en un blog, me serviría de argumento para hilvanar una novela, García Márquez lo hacía...

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