domingo, 4 de octubre de 2015

Cuando los árboles enrojecen

    Los que me siguen desde hace cuatro años (ya es mérito el suyo) saben que lo único que me fascina de esta época del año en la que se acaba la manga corta, llueve en sobremanera y se acortan los días, es ese fenómeno natural increíble que hace que algunos árboles, que no acierto a nombrar porque de árboles no sé nada, colorean sus hojas en varias tonalidades de ocre, rojo y encarnado y las mantienen en sus ramas en un equilibrio inestable y precario hasta que llega una maldita ráfaga de viento, las hojas se caen y el árbol pasa de ser una obra de arte a ser un espurcio de ramas desnudas.

    Ayer  salí a correr en un atardecer ya otoñal pero aún por encima de esos quince grados a partir de los cuales hay que ponerse guantes y gorro y correr deja de ser un placer; en mi camino me he cruzado ya con varios de esos árboles enrojecidos, y me he dicho que hay que prepararse para lo peor, que en mi caso es que bajen aún más las temperaturas y llueva como en Macondo; aunque cada uno de ustedes seguro que tiene un signo premonitorio (indicadores los llaman ahora esos que recepcionan cosas en sus casas y les hablan en inglés a sus hijos) de que las cosas no sólo pueden ir mal sino que, además, pueden ir peor. 

    En ese arte de la premonición, los recios campesinos castellanos y sus sabios refranes nos llevan varios cuerpos de ventaja; pero no se preocupen que no comenzaré aquí una sesión de comentario de textos sobre cosas tan acertadas como "cuando mayo, marcea", etc. Simplemente me recuerdo a mí misma, y como siempre, a viva voz escrita que es la de esta blogoterapia, que las cosas pasan, muchas veces no como esperábamos y muchas más veces aún, bastante peor de como las esperábamos. Ejemplo? Pregúntenle a Artur Mas, que le pidió a los Reyes Magos la Barbie pelirroja (o estelada en su defecto) y le trajeron la Barbie, sí, pero una que no había pedido, la negra por ejemplo.

    Pregunten a sus amigos de infancia los que coleccionaban suspensos, ya verán como todos les dicen que siempre venía alguno más de propina de los que ya se esperaban. Aunque debo decir que este ejemplo no es muy acertado, porque veo en las clases de mis hijos que ahora las notas vienen siempre con menos suspensos de los que se esperan y que el ejército de cateadores recalcitrantes se ha reducido enormemente; somos más listos? quién sabe.

    Yo cada año espero inutilmente que el verano se prolongue, que mis armarios no se llenen de plumíferos y calcetines de lana, y no sólo no me ocurre sino que, muchos años, el invierno echa sus garras sobre mí cuando apenas me he bajado del avión que me trae de vuelta desde el verano. Este año no ha sido una excepción, hecha la salvedad de las últimas tardes en las que he disfrutado de correrías por los parques viendo como los niños apuran sus últimos días de triciclos, los adolescentes pelan la pava y beben latas de cerveza barata, los viejos ocupan los bancos perdiendo su mirada en el infinito y los  mayores (ese grupo anodino en el que me encuentro) nos tememos que ésto no va a durar, y que ni volverán las oscuras golondrinas (o por lo menos no hasta dentro de unos cuantos meses) ni el veranillo de San Martín (que ya pasó) llegará hasta los Santos...Ya es pena.

   Hoy voy a correr de nuevo por esas veredas salpicadas de árboles enrojecidos que aún sujetan sus hojas, y que en cuanto que sople el viento del norte se caerán, lo cual puede ocurrir en cualquier momento. Y les aseguro que, en el más puro estilo Escarlata O'Hara, "a Dios pongo por testigo" que el día que me jubile sólo viviré entre la primavera y el verano, allá donde ellas se encuentren. Feliz domingo. Ah! y una canción otoñal de regalo, la versión original es de Yves Montand, pero una tiene sus favoritos, y Frank es el mío.



   

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