lunes, 23 de julio de 2018

Sevilla, que no tiene un color especial.

   Cuando era una niña, supongo que como a muchos, me gustaba decir que no era de donde era de verdad, una pequeña ciudad de provincias de la Meseta, bonita como ella sola (es más, espectacular) pero que a mí me parecía una sosería. Me aprovechaba de los parientes para presumir de sangre de conquistadores (un cuarto extremeño) y de andaluces de Sevilla, que era toda la Andalucía que yo abarcaba mentalmente (otro cuarto). Han tenido que pasar como treinta años y de ellos muchos viviendo allende los Pirineos para descubrir que soy un puro producto meseteño, recia y austera, dura y de buena crianza, y como gusta de acusarme mi Santo, más cuadrada que la Plaza Mayor. No lo niego. 

   Pero hoy he vuelto a Sevilla, después de cuatro años de no pisarla, que ya son muchos, y recuerdo muchos veranos de patio andaluz, y muchas primaveras de procesión (y eso que no me gustan) y muchas noches de chicharrera viendo caer a los pájaros de los árboles de puro soponcio, y muchas tardes de horchata, y noches de freiduría y, como no podía ser de otra manera, muchas mañanas de churros con café. Es más, he visitado el palacio de Dueñas (ay Cayetana, desgraciada, cómo vivías!)  y me he retratado delante de la placa que recuerda al poeta, porque mi infancia también son recuerdos de un patio de Sevilla, aunque no fuera ese precisamente. 

    Sevilla en esta época del año no está  llena de turistas, que huyen de un calor de cuarenta grados que precisamente este verano extraño no ha traído. Y no es que tenga un color especial, como dice la plasta de canción de los dos hermanos cantarines, sino que tiene un aire especial que hace que mires hacia donde mires, vayas por donde vayas, haya una esquina, un detalle, una flor, una columna, un balcón o un empedrado que te deja la boca abierta. Incluso a los que no nos gustan ni las sevillanas, ni los toros ni la sangría, Sevilla es capaz de cautivarnos, de hacernos pasar una y otra vez por los
mismos bares, los mismos callejones y las mismas iglesias que hemos visitado mil veces. No hay, en mi caso, muchas ciudades en el mundo que me atraigan con ese hechizo, creo que puedo contarlas con los dedos de una mano...Y conozco muchas ciudades, se lo aseguro.

    Sevilla no tiene un color especial, ni duende, ni gaitas. Sevilla tiene todo lo que tiene que tener una ciudad para que la recuerdes y quieras volver a ella, una y otra vez. Sevilla, para empezar, tiene jirones de mi vida entre sus piedras y eso, ya vale una visita anual. Incluso los años de cuarenta a la sombra, prometo no faltar. 

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