martes, 28 de mayo de 2013

Hacerse el sueco.

    Mis deberes atléticos me han tenido apartada de la realidad y de la prensa, que ya saben ustedes que son las dos fuentes de las que me alimento para escribir estas líneas, mientras espero a las musas literarias que jamás me visitan. Cuando ayer por la  mañana comencé mi repaso a los periódicos leí con sorpresa que en Suecia, y en su muy nórdica y civilizada capital llevan varios días de disturbios en los barrios periféricos que incluyen quema de vehículos, rotura de escaparates, vuelco de contenedores de basuras y todas esas lindezas que se supone que los bárbaros del sur conocemos de sobra, porque cuando no nos empleamos a fondo en destrozar nuestras economías y poner en peligro el Euro, ya se sabe que nos dedicamos a destruir el bien público, o al menos de eso nos acusan los cultos y civilizados Vikingos. Nunca lo hubiéramos creído de nuestros vecinos del sol de medianoche y como diría mi madre en una expresión muy suya y que, a pesar de antigua es más que pertinente en este caso: se nos ha caído otro palo del sombrajo.

    Se supone que el día que nuestros países venidos a menos se vengan a peor, es a las riberas del Báltico a donde habrá que mudarse. Se supone que  es en Dinamarca, en Finlandia, en Suecia o en Noruega donde hasta los barrenderos hablan inglés, donde las mujeres dan a luz en condiciones de ensueño y se pasan un año en casa cuidando a sus hijos y cobrando su sueldo completo; donde las aceras están más limpias que el pasillo de tu casa y los niños salen del colegio trilingües e ingenieros. Es allí donde todo el mundo toca el piano y tienen la guardería gratis y el médico que viene a casa; donde todos los maridos cocinan y cambian pañales y donde las pensiones son como sueldos de banquero. Aunque a mí no me engañan, que desde que me leí de corrido las tres partes de "Millenium" aprendí que, al menos en Suecia, la violencia machista es un problema serio, la gente fuma más de la cuenta, la extrema derecha sigue viva y coleando y los gobiernos tienen fondos reservados que emplean para espiar a los políticos enemigos o traficar con armas. Añadan a eso que un país que gana tantas veces Eurovisión, tarea a la que se aplican con especial esmero, no puede estar muy en sus cabales. Y si todo ésto no les convence, vean una joya cinematográfica, "Mi vida como un Perro" de Lasse Hallström, que le robó el oscar a Almodóvar en 1987...el título en este caso, es muy descriptivo de lo que ocurre en la película, que se desarrolla en la Suecia de los años cincuenta.

    Volviendo a la bronca callejera, de la que ya no se libran ni en el paraíso nórdico, ya ven ustedes lo complicado que está el mundo. Ya no se sabe qué es mejor, si prohibir lo importado o respetarlo aún más; si integrar a golpe de decreto o acercarse a las otras culturas y fomentar los cultos foráneos; si el respeto ha funcionado o si no ha funcionado porque no ha sido suficiente; si éstos chavales enrabietados merecen mano dura o un diálogo que a veces es de sordos, si están enrabietados por una nueva patria que no los quiere o por la añoranza de la que dejaron sus padres, que la abandonaron porque tampoco allí les querían...alguien tiene una respuesta a todo ésto? Lo dudo. Hay experimentos que han funcionado, se acuerdan ustedes de la orquesta de músicos palestinos y judíos que dirige Barenboim? Los mediadores sociales suecos bien claro lo dicen en la prensa: " si no tienen libros en las manos, cogen piedras",  lo cual demuestra que los libros también funcionan.

  Y yo, a riesgo de que me llamen pesada les pongo otro ejemplo de los míos. Ya saben que este fin de semana he corrido en una carrera popular, donde por primera vez he visto un grupo de chicas corriendo con pañuelo en  la cabeza (Hiyab para los entendidos) junto a las que hice buena parte del recorrido. Aunque no hacía calor, no quiero ni imaginarme lo que puede ser correr con todo eso alrededor de la cabeza, y además pantalones largos, claro. A lo que iba: éstas chiquillas, corrían con buen ritmo y mejor sonrisa;  en un momento dado, se preocuparon por ayudar a un señor corredor de cierta edad que se tropezó al salir de un tunel, recogieron uno de mis guantes que se cayó por el camino y corrieron solícitas a entregármelo, compartían plátanos y barritas energéticas con los que no teníamos y, ya en el plano de las suposiciones, me juego lo que ustedes quieran a que al volver a casa ayudaron a sus madres a terminar la comida y pusieron la mesa de domingo que los holgazanes de sus hermanos mayores no se dignaron en colocar, porque estarían  todos tumbados en el sofá viendo la salida del Gran Premio de Montecarlo. Les aseguro que no me lo invento, tengo muchos amigos profesores que me cuentan la dura realidad de estas hijas musulmanas de la emigración, que tienen que demostrar lo que valen envueltas en ropajes y velos y someterse no sólo a la autoridad del padre, sino muchas veces a la del hermano mayor, botarate y pendenciero que no vale ni la mitad que ellas que, dicho sea de paso, suelen ser mejores estudiantes que ellos, porque saben que los codos son la única manera de salir del ghetto.

   Qué les damos: un violín y una partitura? una biblioteca entera? unas zapatillas de deporte? Cualquiera de las tres cosas vale para empezar a apagar la mecha que se está prendiendo en el corazón de nuestras ciudades, cualquier cosa menos hacernos los suecos.

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