lunes, 17 de junio de 2013

El país perdido, el país encontrado

Los expatriados, cada uno de nosotros, dejamos un país llamado España en un momento determinado de su historia y de la nuestra. Lo que nos encontramos, o nos encontraremos a la vuelta, depende en buena medida de lo que dejamos y cómo lo dejamos.

    No es el mismo país el que dejaron los Indianos en busca de fortuna a finales del siglo XIX que el que apresuradamente, y por la puerta de atrás abandonaron  los exiliados republicanos en 1939. Y no era éste el mismo país que se perdía en un horizonte de vías del tren y rodeados de maletas con olor a chorizo de los emigrantes de los años cincuenta camino de Suiza o de Alemania. Poco tiene que ver el país que yo dejé atrás en 1989 (más por deseo de aventura que otra cosa) con  que el que abandonan ahora jóvenes y no tan jóvenes por deseo de ganarse la vida de alguna manera, la que sea. Supongo que hasta aquí estamos todos de acuerdo. Ahora queda por ver lo que se han encontrado los que volvieron y por especular con lo que nos encontraremos los que algún día, y de alguna manera siquiera intermitente, volveremos.

    Cuando yo empecé a vivir fuera de España, sin mucha idea de si aquello perduraría en el tiempo o no, echaba de menos cosas muy concretas: el sabor de los churros por la mañana, el olor del jazmín en primavera, el poder tomarme una caña y no forzosamente medio litro de cerveza, las tiendas abiertas hasta las ocho, los taxis que se cogían en marcha por la calle...También es verdad que según en el país en el que iba viviendo (hubo varios) la nostalgia se centraba en unas cosas más que en otras, y que incluso recordaba con añoranza en unos países cosas de otros y no del mío propio, pero en fin, ya saben ustedes, los seres humanos somos unos eternos insatisfechos. Si para mí el olor del churro era la madalena de Proust, para el que se había largado de su país donde trabajaba en una churrería por dos duros, el olor de la pizza probablemente sería mucho más sugerente, se me ocurre. Y así con tantas otras cosas: el que trabaja en un pozo de petroleo en Arabia Saudita, aunque se gane la vida más que bien,  probablemente eche de menos un buen alcornocal lleno de árboles donde llevar a pastar las vacas, aunque te paguen una miseria por ello.

    Es verdad que la distancia todo lo cura y todo lo deforma igualmente; y en la distancia que dan veinte años de expatriación, España no era sólo fritanga y bares; también era para mí la libertad de la gente después de muchos años de silencio, la alegría permanente, el amor a la familia, a los amigos y a la buena conversación, la creatividad sin límites, la música y el sol sin medida. España era Almodóvar (que ahora ya no es) o Tàpies (que ya no está) o Suarez (que si está pero no se da cuenta); era la luz y el sonido, la piedra de los monumentos y el azul del mar; el jamón de Pata Negra y la Selección Nacional que no hacía más que  perder partidos... y lo  poco que nos importaba. Y ahora qué?

    Pues ahora ya se lo digo yo, el que vuelve a España, aunque sea sólo por 48 horas como me ha ocurrido a mí recientemente, y pretende llevarse de vuelta a su lugar de expatriación un olor o un ruido de este país de nuestras entretelas, se lleva el  de un gallinero  maloliente y alborotado...donde todas las gallinas están descabezadas. En la novela que me estoy leyendo, una joya que me faltaba en mi lista de libros inolvidables ("Conversación en la Catedral" de Vargas Llosa) hay una frase que da pie a 750 páginas de diálogo, donde un protagonista le dice al otro: "pero dígame Ambrosio, en qué momento se jodió el Perú?". Eso mismo me pregunto yo sin ser el Zavalita de Vargas Llosa y sin que mis interrogantes den lugar a gloriosas páginas de la literatura: en qué momento se nos jodió España?

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