sábado, 10 de agosto de 2013

La Madre Tierra

    Ya me metí en mi entrada del día tres con los cambios climáticos y los desarreglos (quizás también propios de la edad) que sufre nuestro planeta. Y ya saben ustedes, los fieles lectores, de mi poco aprecio por el reino animal y de mi fobia a los bichos de plumas, pues bien, no sé si tendré que plantearme un severo acto de contricción, o simplemente tragarme mis palabras, viendo lo que veo y todo lo que me rodea en los últimos días. 

    Creo que después de haber leído mis dos últimas entradas ya tienen una idea de por donde ando paseando mi cuerpo y mi espíritu últimamente. Voy a ser un poco más concreta, aunque, como dirían las famosillas de "Hola!"no me guste dar demasiados datos de mi vida privada. Acabo de pasar dos días recorriendo parte de la cordillera Andina a lomos de una furgoneta todoterreno, sí, sí, allá por donde se despeñan los turistas cuando llegan las lluvias, sólo que yo por precaución lo he hecho en la estación seca. No se asusten que no voy a cantarles las maravillas de la naturaleza que vieron mis ojos en las últimas 48 horas, sólo les pongo por escrito algunos pensamientos que cruzaron mi mente mientras pasaba por barrancos y desfiladeros, intentaba no marearme en cada curva y buscaba cómo colocarme en el asiento para aliviar mis maltratadas posaderas.

   En los Andes la tierra es hostil, árida, rugosa y en cuesta. La carreteras no existen y cuando existen son caminos llenos de baches y de piedras que se desprenden de las cunetas. Llueve torrencialmente sólo una vez al año y sin parar durante tres meses. El ganado apenas encuentra pasto para comer y cuando muere de inanición, lleva detrás toda una corte de aves carroñeras dispuestas a darse un festín. El campesino no se arredra por éstas minucias, y trata con mimo y fervor a esa madre tierra (la Pachamama que dicen ellos)  de la que tras muchos sudores y varias ofrendas a dioses paganos y cristianos, obtiene unos pocos sacos de quinoa, de cebada o de patatas, con los que alimentar a su familia o comercia en el mercado de la aldea más cercana. Cuando la tierra se enoja, en forma de terremoto, de sequía o de heladas a destiempo, el campesino andino sigue pensando que sus motivos tendrá...y sigue cultivando.

  Si a uno de éstos aldeanos, les hablamos de cosechadoras con aire acondicionado, de plantas mutantes que dan sandías sin pepitas o pimientos de todos los colores, de Monsanto y sus semillas de soja transgénica que han invadido los campos de medio mundo, de camiones de leche vertidos por las carreteras, de precios artificialmente protegidos por los gobiernos, de gallinas que ponen un huevo diario al ritmo de Waka-Waka, de agricultores que viven de las subvenciones que les da la Unión Europea sin haber plantado ni un pepino; se creerán que venimos del mismo planeta? Lo dudo.

    Y así tenemos a la Madre Tierra enfadada y desarreglada, y en vez de hacerle ofrendas, seguimos comiendo peras argentinas en España y mandarinas españolas  en Japón, tomates cuando no toca y carne a todas horas, condimentándolo todo con bien de plaguicidas que conseguirán, de aquí a unos años, acabar con los espermatozoides de media humanidad varonil (es un hecho probado); porque la Madre Tierra, es una señora mayor a la que no conviene llevar mucho la contraria: lo saben los campesinos de los Andes, que muchos son analfabetos, y nosotros aún no nos hemos enterado...














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