miércoles, 19 de diciembre de 2018

Una carta que no llegará.

    Desde hace un par de días tengo que escribir una carta a una mujer. No sé como se llama y tampoco tengo su dirección, aunque si sé en qué pueblo vive y sospecho que debe tener más o menos mi edad. De esa mujer sé, por pura intuición, que creció en un mar de advertencias contra los hombres: no iba al baño sola en los bares de copas, nunca volvió sola a casa pasada la medianoche, apoyaba el trasero y la espalda contra la pared en los autobuses urbanos y todos los consejos que recibió de su madre (pocos pero precisos) iban destinadosa evitar un embarazo más que a saber de qué iba lo de sacar los pies del tiesto. 

    A esa mujer a la que le debo una carta, no le asustaban los hombres a pesar de las advertencias maternas, y creció decidida a hacerse un hueco entre ellos, aunque fuero a empujones. Estudió como la que más y se sacó una oposición, o un empleo cualquiera, aun siendo consciente de que su sueldo tantas veces era inferior por igual trabajo, y sus oportunidades, muchas menos. Esa mujer ha aguantado preguntas impertinentes sobre el reloj biológico y miradas torvas en los trenes de cercanías; se ha puesto falda para ir a una entrevista de trabajo y ha criado niños y niñas, los suyos, pensando en un mañana infinitamente mejor y menos duro con las hembras. 

    Esa mujer ha criado una hija intentando transmitirle confianza en sí misma y ganas de comerse el mundo; nunca la ha asustado con las maldades del sexo opuesto y supuestamente fuerte, porque en el siglo XXI el sexo fuerte tiene que dejar de serlo; o por lo menos dejar de justificar su existencia  gracias a que existe un sexo débil. Esa mujer se ha ahorrado los consejos de temor y amedrentamiento que recibió de su madre porque está convencida que su hija llegará hasta donde quiera y conseguirá todo lo que se proponga; y con un poco de suerte, recorrerá más mundo que ella. 

    Esa mujer a quien desde hace días quiero escribir una carta y no puedo, piensa que su hija también puede presidir el Banco de Santander, aunque no se llame Botín, o presidir el gobierno de España, o conducir un Formula Uno, o mandar una tropa cuartelera. Ella sabe que en este siglo que nos queda por delante, las hijas de su hijas podrán tener tanto poder como Angela Merkel, pero además criar una familia numerosa, o llegar hasta la Casa Blanca, pero con mando en plaza y no acompañando como Primera Dama. Yo sé que esa mujer creía en todo eso y tenía una hija que hasta hace nada era ese sueño hecho realidad. Lástima que la realidad en forma de sexo fuerte y embrutecido le saliera al encuentro. Y  que a los que se les tienen que ocurrir solucciones solo se les ocurra endurecer las penas carcelarias o repartir pistolas; ideas que les vienen rápido por ser lo que son, el sexo fuerte y tantas veces descerebrado. 

   A mi se me ocurre que se puede mejorar la educación y educar a los machos, y crear cuotas de presencia femenina en las empresas y en los gobiernos, y crear la discriminación positiva, y establecer por decreto todo lo que desde tiempos milenarios se nos ha negado y que yo misma pensé que a la altura de mis más de cincuenta años no tendría que estar reclamando. Y a esa mujer que vive en Villabuena del Puente, provincia de Zamora, que no sé cómo se llama, no sé si acabaré por escribirle una carta que es lo que debería hacer, para decirle que su hija no va a ver todo lo que va a pasar el día en que todas las mujeres del mundo, que somos la mitad del cielo, nos pongamos en pie y les digamos a ellos: #niunamenos. Y no lo va a ver porque un energúmeno se cruzó en su camino, en ese que tú, la mujer de Villabuena del Puente le enseñaste desde pequeñita diciéndole que debía recorrerlo sin miedo: el que lleva a un lugar donde ellos y nosotras somos iguales. Llegará; y sobre eso no tengo duda. Cuánto me duele que Laura no viva para verlo.

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